MÁS ALLÁ DE LA BELLEZA
Travesía de una chica con clase
Ana Belén ha doblado el cabo del milenio y su rostro es todavía el icono de una vieja lucha, que más allá del desencanto
La travesía empieza en el barrio madrileño de Lavapiés, hacia el final de los años cincuenta, cuando por la tarde, a la salida del colegio de las Damas Apostólicas, la niña volvía a casa y mientras hacía los deberes sobre el hule de la mesa del comedor sonaban en la radio aquellos boleros que ponían un bálsamo a la miseria y el tedio de los días desolados. Era guapa y despierta aquella niña, hija de la portera de la casa donde vivía, en la calle del Oso, y los menestrales de la glorieta de Embajadores la veían pasar con los cartapacios escolares o los recados que la mandaba su madre al colmado o a la mercería. Gente sencilla, subalterna. El padre era cocinero del hotel Palace y puede que comentara con orgullo en el obrador que su hija cantaba tan bien o mejor que Marisol y Joselito, los pequeños héroes del momento.
Los seriales radiofónicos de Sautier Casaseca, los concursos infantiles, las fiestas en el aire, las cabalgatas de fin de semana, a caballo de la verborrea imparable de Boby Deglané, eran el pasto con que las amas de casa llenaban de sueños imposibles las noches del franquismo. A uno de aquellos concursos de la radio se presentó esta niña de 11 años, María del Pilar Cuesta, una niña prodigio como había otras, pero en este caso, además de cantar muy bien y ganar todos los premios, había en aquella criatura un aura indefinible. Boby Deglané se fue una vez más de la lengua: “Vedla aquí con qué aire de princesa se mueve esta niña siendo hija de una portera”. Sin duda Boby Deglané no sabía que en este mundo hay seres que nacen con clase, al margen de su condición social. En este sentido la clase es un swing interior, que se manifiesta en la gracia natural de mirar, de caminar, de hablar, de sonreír, de callar, de seducir, de ondular el cuerpo en torno a un eje espiritual que atraviesa el cuerpo desde el cerebro a la planta de los pies. La clase te la regala la vida. Se tiene o no se tiene. María del Pilar Cuesta transfirió ese don a Ana Belén cuando, puesta ya en el inminente disparadero de la fama, le buscaron el nombre artístico.
La buena fortuna de la travesía de Ana Belén siguió al obtener el papel de protagonista infantil, a los 13 años, de Zampo y yo, el primero de sus éxitos como actriz y cantante. Desde entonces hasta hoy no ha cesado de llenar con su aura el teatro, el cine y la música. Es imposible imaginar los últimos cuarenta años sin que el rostro de esta mujer no haya sido el referente de una fascinación colectiva. Cuando la política se abría a la libertad y una generación de artistas jóvenes creía que las cosas podían cambiar creando y luchando, Ana Belén, sin perder la seducción, estaba siempre donde había que estar, donde se esperaba que estuviera: en la huelga de actores, en los mítines anti-Otan, detrás de las pancartas de No a la Guerra, en los manifiestos contra la represión. Ella era de los nuestros, se decían los políticos progresistas. Formaba una misma barra con Víctor Manuel, Serrat, Miguel Ríos, Sabina, Aute. Sin perder el swing, sin gritar ni descomponer la figura, se había apuntado al Partido Comunista, que era el puerto natural donde recalaban contra Franco todos los inconformistas, rebeldes, visionarios y compañeros de viaje. Ana Belén estaba de moda. Hacía teatro clásico, protagonizaba películas, cantaba y durante 16 años seguidos Cambio 16 la declaró la mujer más atractiva de España. ¿Cómo una chica tan guapa, llena de éxito, podía ser roja? El escritor Francisco Umbral la había convertido en una de sus obsesiones erótico-literarias y todos los días la ofrecía en bandeja en su columna de EL PAÍS a la admiración de sus lectores. Contra este icono comenzaron a urdir represalias los reaccionarios, quienes llegaron a ponerle una bomba en su chalet de Torrelodones acusándola de haber quemado una bandera española durante la representación de la obra Ravos en México.
Ana Belén también entró en el paquete de los que sufrieron el desencanto de los sueños juveniles. Pero ella sigue siendo atractiva y conserva todavía la energía del barrio de Lavapiés, el latido del pueblo llano que ha voceado todas las pasiones seculares en las corralas. Ana Belén se convirtió en su propio himno al cantar La Puerta de Alcalá, era la chica castiza de La Corte del faraón, la morbosa amante de La pasión turca, la miliciana libertaria.
La travesía de Ana Belén ha doblado el cabo del milenio y su rostro aun en nuestros días es todavía el icono de una vieja lucha, que más allá del desencanto conserva el aura de resistente, ese eje interior que por la planta de los pies la afinca siempre en la tierra.
La buena fortuna de la travesía de Ana Belén siguió al obtener el papel de protagonista infantil, a los 13 años, de Zampo y yo, el primero de sus éxitos como actriz y cantante. Desde entonces hasta hoy no ha cesado de llenar con su aura el teatro, el cine y la música. Es imposible imaginar los últimos cuarenta años sin que el rostro de esta mujer no haya sido el referente de una fascinación colectiva. Cuando la política se abría a la libertad y una generación de artistas jóvenes creía que las cosas podían cambiar creando y luchando, Ana Belén, sin perder la seducción, estaba siempre donde había que estar, donde se esperaba que estuviera: en la huelga de actores, en los mítines anti-Otan, detrás de las pancartas de No a la Guerra, en los manifiestos contra la represión. Ella era de los nuestros, se decían los políticos progresistas. Formaba una misma barra con Víctor Manuel, Serrat, Miguel Ríos, Sabina, Aute. Sin perder el swing, sin gritar ni descomponer la figura, se había apuntado al Partido Comunista, que era el puerto natural donde recalaban contra Franco todos los inconformistas, rebeldes, visionarios y compañeros de viaje. Ana Belén estaba de moda. Hacía teatro clásico, protagonizaba películas, cantaba y durante 16 años seguidos Cambio 16 la declaró la mujer más atractiva de España. ¿Cómo una chica tan guapa, llena de éxito, podía ser roja? El escritor Francisco Umbral la había convertido en una de sus obsesiones erótico-literarias y todos los días la ofrecía en bandeja en su columna de EL PAÍS a la admiración de sus lectores. Contra este icono comenzaron a urdir represalias los reaccionarios, quienes llegaron a ponerle una bomba en su chalet de Torrelodones acusándola de haber quemado una bandera española durante la representación de la obra Ravos en México.
Ana Belén también entró en el paquete de los que sufrieron el desencanto de los sueños juveniles. Pero ella sigue siendo atractiva y conserva todavía la energía del barrio de Lavapiés, el latido del pueblo llano que ha voceado todas las pasiones seculares en las corralas. Ana Belén se convirtió en su propio himno al cantar La Puerta de Alcalá, era la chica castiza de La Corte del faraón, la morbosa amante de La pasión turca, la miliciana libertaria.
La travesía de Ana Belén ha doblado el cabo del milenio y su rostro aun en nuestros días es todavía el icono de una vieja lucha, que más allá del desencanto conserva el aura de resistente, ese eje interior que por la planta de los pies la afinca siempre en la tierra.
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